Todo impulso de sensibilidad intencionada, que transmite el artista al cuadro por medio del color, pincelada o veladura, queda vibrando en él, ya sea visible o no, está en la superficie o en capas intermedias. Todo lo puesto con esta intención influye con vibraciones hacia el contemplador, son ecos o emociones que emanan hacia el exterior buscando el interior del que contempla.
Quien observa un cuadro está percibiendo los sentimientos del pintor. Quizá cuando un cuadro no gusta es porque sus ecos no están en frecuencia con los nuestros.
Es difícil que el contemplador perciba todos los ecos del sentimiento del artista, acaso sólo sean una parte del murmullo de éstos, siendo suficiente para ser atrapado y hacer partícipe al contemplador de la intencionalidad del pintor; es entonces cuando empieza ese juego de búsqueda entre ambos. Generalmente, en ese momento, se entra en un estado receptivo y el cuadro empieza a hablar transmitiendo sensaciones al espectador y éste, a su vez, dialoga con ellas, llegando así a su posible comprensión.
El cuadro en sí es un espacio cerrado, cargado de energía polivalente puesta por el artista en formas, espacios y planos; en todos ellos debe haber una interrelación y un equilibrio de jerarquía. Así como en nuestro sistema planetario el centro es el Sol, en el cuadro corresponde a lo más luminoso. Los demás valores, con los que el artista juega, son la interrelación entre las masas-formas, espacios-fondos y planos-profundidad, creando de esta manera esta intencionalidad valorativa de ecos emocionales.
El oído, como la vista y el sentimiento, cuando percibe alguna nota, forma o amor, están comprometidos en la búsqueda de esa realidad intuida. Cuando se mezclan entre sí los ecos del cuadro con los sentimientos del contemplador y éstos se fusionan, se produce la emoción de la comprensión.